Lectores se hacen

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Pocos dudan en afirmar que los medios audiovisuales concentran la atención actual y consumen la mayor parte del tiempo de chicos y adolescentes.

Sin embargo, la Encuesta Nacional de Consumos Culturales del Ministerio de Cultura de la Nación (único organismo que mide distintos consumos) muestra datos en contrario.

El grupo más lector en Argentina tiene entre 13 y 29 años. La mayoría (39%) elige novelas y cuentos, después historia (27%) y el 18%, textos escolares, científicos o técnicos.

Otra sorpresa la dan los menores de 6 años, que vuelven a reunir a la familia alrededor de los libros, como una saludable reacción a la traumática experiencia del confinamiento por pandemia.

Padres, madres y muchos abuelos parecen haber redescubierto el placer de acompañar a los chicos leyendo cuentos, comunión que excede cualquier objetivo pedagógico.

Cada noche, los relatos en voz baja son siembras.

La cosecha, como siempre, no ocurre de inmediato. Tal vez en la adolescencia, en la juventud o en la adultez.

Como todo hábito instalado en la infancia, nunca falla.

Hay diversas maneras de evaluar la lectura de libros.

Una, por el número de ejemplares leídos cada año. Estados Unidos y Canadá encabezan la lista americana, con un rango de 12 y de 17 libros por persona.

En Europa, Portugal, España y Francia leen entre ocho y 17; en Latinoamérica, Argentina, Chile, Colombia, Perú y Brasil marcan un rango que va de 2,5 a 5,3.

Otro modo de medir la lectura es por las horas semanales dedicadas.

Si se aplica este criterio, la lista de países cambia. En India dedican 10,7 horas en promedio; en Tailandia, 9,4; en China, 8; en Filipinas, 7,6; en Egipto, 7,5, y en República Checa, 7,3 horas.

Es notable confirmar que distintos hábitos culturales, idiomáticos y de acceso a los libros condicionan marcadas diferencias.

Argentina promedia 5,5 horas semanales, una cifra representativa de Latinoamérica pero que no es homogénea, sino concentrada en adolescentes y en adultos jóvenes.

Es entonces cuando ocurre la cosecha. Las razones son potentes: durante los largos años de escolarización, los textos escolares les “quitan tiempo” para la lectura recreativa; y en algún momento aparecen los teléfonos…

El éxito en la secuencia “agrícola” (siembra, espera y cosecha) mejora cuando los adultos se muestran lectores. Todo ayuda: artículos del diario, novelas, revistas, en papel o en pantallas. El ejemplo nunca pasa inadvertido.

El momento esperado llega al coincidir tres variables: el inevitable hartazgo por lo digital, el final del ciclo secundario y la aparición de preguntas fundamentales como estas: ¿qué quiero hacer? ¿Quién quiero ser?

Ahí revive una frase acuñada en la antigua Grecia: “La ficción es una mentira que encubre profundas verdades”, que les tienta a asomarse a nuevas certezas.

Pero, atención, a no confundirse: los adolescentes no abandonarán sus teléfonos. Sólo ensancharán su día para dar lugar a la lectura en papel.

Bastará con que descubran cuánto tiempo libre disponen durante esa etapa de sus vidas para dejarse atrapar. Prueba de ello es la multitud de devotos de autores de novelas juveniles, fantásticas y de ciencia ficción.

Luego, como es natural, crecerán y la carga laboral o académica los dejará sin tiempo para leer. Con la mochila ahora llena de obligaciones, añorarán aquel tiempo dedicado a leer por placer.

Y un día cualquiera, así como así, recuperarán el hábito. Será arrullando el sueño de sus propios hijos. Con los mismos cuentos que alguna vez escucharon, el tiempo detenido y la nostalgia erizándoles la piel.

*Médico

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