Hablan las víctimas de la violencia machista: «Lo perdí todo: mi casa, mi trabajo… Estoy muerta en vida»

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Hay historias que no deberían existir, pero existen. Historias que son el disfraz de pesadillas cotidianas que creemos ajenas, lejanas, imposibles en nuestro entorno. Cuentos de terror que, si tocáramos la puerta de enfrente, quizás encontraríamos muy cerca: pieles que revelan no solo el daño infligido a una niña, sino también el desamparo que atraviesa a tantas madres, víctimas de la violencia machista, que intentan proteger a sus hijos.

Dayana Gil, vecina de Fuerteventura, lleva cuatro años tratando de que la justicia reconozca lo que su hija relató con apenas dos años: que su padre la estaba agrediendo sexualmente. Su caso, aún abierto, se ha convertido en un ejemplo doloroso de cómo la violencia machista y el abuso infantil pueden unirse en un mismo eje devastador.

Todo comenzó con una sospecha difusa. La niña tenía bloqueos del habla, cambios de conducta y regresaba de las visitas con el progenitor mostrando señales que alarmaron a su entorno. «Yo al principio no me quería creer que era el padre», recuerda Dayana. «Estuve en shock dos meses. La niña no hablaba, y yo intentaba averiguar quién era». Cuando por fin consiguió que la atendieran, un especialista confirmó lo que temía. «Me verificó que era el padre quien abusaba sexualmente de mi pequeña y que le pegaba con un cinto», explica.

«Estuve en shock dos meses. La niña no hablaba, y yo intentaba averiguar quién era»

Dayana Gil

— Víctima de violencia machista

Infancia herida

Los signos físicos y verbales, según su testimonio, se hicieron más claros con el tiempo. «Leyéndole Tu cuerpo es tuyo, cuando llegamos a partes íntimas, me dijo: ‘Papi daño aquí’», cuenta. Más recientemente, la menor, hoy de seis años, ha recordado nuevos episodios: «Me costó muchísimo, pero me dijo que le pegaba con un palo, que la amarraba y que la tocaba».

«Me costó muchísimo, pero me dijo que le pegaba con un palo, que la amarraba y que la tocaba»

Dayana Gil

— Víctima de violencia machista

Sin embargo, la respuesta institucional no acompañó. «La jueza denegó la suspensión de visitas», explica. El protocolo se activó tarde y, al no encontrarse muestras directas, la causa fue archivada provisionalmente: «Lo pone así en el auto: que no se cierra porque la causa no exista, sino porque no hay autor»».

Aun así, el documento obliga a la niña a regresar al lugar donde ocurrieron los hechos denunciados. «Como no hay autor, mandamos a la niña al lugar de los hechos. Eso pone», insiste Dayana, aún incrédula.

Miedo de la menor

Mientras tanto, las visitas seguían generando miedo en la menor. «La niña lloraba. Me decía: ‘Mamá, papá no, papá no’», relata. Los episodios de ansiedad, autolesiones y terror anticipatorio fueron aumentando. Para la madre, la culpa también se convirtió en un peso insoportable: «Yo he llorado muchas veces porque me siento mala madre. Me pregunto: ¿Por qué la entregué?».

«Yo he llorado muchas veces porque me siento mala madre. Me pregunto: ¿por qué la entregué?»

Dayana Gil

— Víctima de violencia machista

A esta realidad se suma su propio historial de violencia de género. «Yo era maltratada por él», afirma. Aunque el maltrato fue principalmente psicológico, reconoce que hubo episodios físicos. «No me protegieron nunca. Ni siquiera cuando denuncié dos veces por malos tratos lo metieron en el calabozo». Dejó la relación cuando observó comportamientos preocupantes hacia la niña: «Le dije: ‘Cuidado que la niña se cae’ y él me respondió: ‘Ah, no haberla traído’. Ahí supe que no estaba bien con ella».

Alerta constante

La lucha judicial se convirtió en un proceso desgastante. «Lo perdí todo», resume. «Mi casa, mi trabajo, mi salud. Yo digo que estoy muerta en vida». Cambió de domicilio por miedo, dejó de salir durante dos años y desarrolló un estado de alerta constante: «Llegué a pensar que tenía el teléfono pinchado. Tenía miedo de ir a la calle y encontrarme con él».

Aun así, fue construyendo redes de apoyo con otras mujeres. «Organizamos una manifestación en Madrid, pedimos reuniones, enviamos cartas al Defensor del Pueblo… Hice de todo», explica. Ser parte de asociaciones de madres en situaciones similares le dio fuerzas, pero también un conocimiento crudo de la realidad: «En los casos que conozco, la penetración no existe. No suele haber muestras. Y por eso muchas veces los procesos no avanzan».

A la espera

Hoy, el caso está archivado y repleto de fallos atribuibles a su anterior representación legal. La incertidumbre sigue pesando, pero sostiene la esperanza con firmeza: «Tengo esperanza en la Justicia. No me queda otra». Lo que sí tiene claro es que denunciar no siempre protege: «Ahí empieza la verdadera tortura institucional», afirma.

Dayana intenta reconstruirse mientras acompaña a su hija en un proceso terapéutico complejo. «Mi niña presenta cuadros de TDAH, ansiedad… Y en el cole no lo entienden», lamenta. La violencia sufrida, expresa, deja secuelas profundas: «Yo no confío ya en los hombres. Ni siquiera me atrevo a acercar a mi hija a uno. Hay cosas que me he tenido que trabajar mucho».

La importancia de alzar la voz

Pese a todo, su mensaje para otras madres es contundente, aunque doloroso: «No puedo decirles que confíen en la justicia cuando yo he visto que no hay», confiesa. Pero también reivindica la importancia de hablar, de alzar la voz, de romper el tabú: «Callándonos no es una opción. Si mi testimonio sirve para que otras madres no se sientan solas, ya habrá valido para algo».

En un país donde el 25N recuerda cada año la violencia que sigue atravesando tantas vidas, la historia de Dayana y de su hija vuelve a plantear la misma pregunta: ¿Quién protege de verdad a quienes más lo necesitan?

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