Nuestra letra A es un buey que mira al cielo. En los primeros alfabetos se escribía al revés y representaba la cabeza de un bovino castrado de una tonelada de fuerza, el bien más preciado del agricultor a caballo entre el Neolítico y el Bronce, tractor y trilladora y reserva de carne y grasa y cuero a un tiempo.
Toda letra es un instrumento de labranza. Los primeros cuños sobre las tablas de arcilla de Uruk hablan de parcelas, canales de riego, cantidad de cabezas, minas de trigo y cebada. La palabra mina entre el Tigris y el Éufrates designaba a la unidad de peso para los granos y los metales preciosos. La palabra que después dio nombre al socavón de los metales y a la mujer explotada sexualmente pesaba alrededor de una libra. Los pesos se tallaban en piedras duras con formas simbólicas. En una colección privada de Suiza se conserva una mina con forma de langosta. Memento mori. La plaga en el otro plato de la balanza.
Toda escritura es una escritura. Un contrato entre la mano y el ojo. Toda escritura es siembra y cosecha. La escritura fue el lazo entre la parcela y esa unidad edilicia que podía llamarse templo, granero y palacio: el fuerte se quedaba con el excedente y lo asentaba en planchas de greda secada al sol y lo elevaba al cielo con ladrillos de barro, bosta y paja. Como los terratenientes de esta pampa en el Retiro, pero ¿por qué remontarnos a los tiempos de Gilgamesh para decir “algo” sobre el futuro del sistema campo-ciudad?
Porque Mauricio Corbalán condensó este futuro que ya llegó y se parece mucho a un presente continuo en una frase: el rapto de la tierra por las fuerzas del cielo.
Cuando se dividió el campo de mi familia el agrimensor bajó cuatro veces de la camioneta, sostuvo su teléfono pantalla al cielo y en segundos obtuvo el diagrama de hectáreas con decimales periódicos. En uno de esos potreros vi curar de palabra un lote de soja cuando “soja” todavía no entraba en el diccionario gringo. Fuimos a buscar a un viejito que atrapó una oruga de isoca, esas mariposas blancas que manchan los parabrisas de los turistas y le habló y le habló y le habló en susurros antes de anudarla a un poste dentro de su pañuelo. Cuando ésta se seque las otras se irán. Se fueron. Creer o reventar. Cuarenta y ocho horas antes del ballotage de 2023 la Sociedad Rural Argentina se mostró con un candidato y sin decir mu votó al otro que les gritó les gritó y les gritó y les gritó y les gritó como una sirena rabiosa promesas de libertad, un paraíso de cornucopias y jaujas y cucañas. Creer hasta reventar.
Mientras estas letras avanzan en surco un enjambre de satélites y drones tienden los nuevos alambres. El dominio sobre la tierra ya no se mide en perímetros de hilo zincado entre puntales sino en porcentajes de materia orgánica y humedad, manchas de gramíneas, dispersión de plagas y necesidades de minerales, carga orgánica o diversidad bacteriológica por metro cuadrado, montos de inversión y porcentajes de recuperación. Los mismos satélites que asfaltan de datos las nuevas rutas entre la vieja pampa y los nuevos pueblos llamados countries. El excedente de esta cuenca lechera, de la zona manicera más importante del mundo a pocas leguas de mi casa, de las grandes extensiones que fabrican carne en Río Cuarto o la tierra más rica del mundo después de las llanuras de Ucrania o las planicies de Iowa -entre Marcos Juárez y Cruz Alta- viaja convertido en ceros y unos a cuentas en el Paraguay, el Uruguay, el Panamá, las Seychelles y más allá. Miami es la nueva colonia agrícola. Ahí se levantan los nuevos templos.
Palabra clave: excedente. En los años posteriores a 2003, una vez finalizado el trabajo sucio de la salida de la convertibilidad por gentileza de Duhalde-Remes Lenicov y con el esquema soja transgénica resistente al glifosato-siembra directa-silobolsas a todo vapor, mi pueblo batió todos los récords de metros cuadrados construidos. El damero nacido a partir del ferrocarril inglés según la tradición de las leyes de Indias de Felipe II se fue para arriba, mucho más cerca del cielo que las viejas iglesias y los antiguos silos de chapa. Las camionetas japonesas se vendían por docenas. Calentitas como pan criollo. Las tetas de goma de las amantes con uñas esculpidas y labios inflados a fuerza de botulismo domesticado rivalizaban en tamaño con las ubres de las lecheras. Nuevas palabras echaban raíces entre “quintales”, “rinde”, “costos” o “mermas”, palabras dulces como IKEA, H&M, BMW o Amalfi y Aperol.
Hasta aquí una digresión. Me gustan las digresiones. Para lineales están los sembrados.
El 8 de agosto a las 19 horas se grabó la conversa publicada recién hoy. Durante casi dos horas Mauricio Corbalán y quien suscribe intentamos poner en palabras ideas sobre el futuro / ¿futuro? / del sistema campo-ciudad. La edición de 44 minutos de duración es impecable, aunque no nos guste mucho escucharnos. Estamos acostumbrados a hablar en renglones.
A mediados de agosto el único dato que permitía aventurar que las tesis vertidas en el podcast estaban rumbeadas era que China, principal comprador de soja a Estados Unidos, primer productor mundial, no había firmado ningún compromiso para septiembre, fecha contra cíclica a nuestro mayo de cosecha gruesa. Esto podía leerse como un silencio en la mano de póker, algo de pausa en la pulseada. Los titulares que hablaban del creciente enojo entre los granjeros de las Grandes Planicies ocupaban poco lugar y había que buscarlos muy bien entre los medios regionales del Medio Oeste. No hay diferencias entre un gringo de allá y acá: cogotes colorados, gorras de John Deere, grandes camionetas, inmensos tractores y una lágrima siempre en la recámara, aunque las cosechas marquen récords. Rumores de deudas en ascenso, riesgos de remates, disminución de inversiones en fertilizantes, maquinaria, semilla y arriendos.
A mediados de septiembre, con la baja de retenciones aplaudida desde la tribuna Martínez de Hoz y el dólar en alza, con cierta algarabía en los rostros de los gringos que cruzo a diario en bares y clubes llegué a considerar que la conversación podía ser tomada para la chacota. El futuro escapaba una vez más hacia adelante y las oportunidades para discutir lo importante, con plata en el bolsillo, siempre quedan para después. Un gringo con plata siempre piensa que el país termina en el alambrado, hace taludes para que el agua no entre al potrero, usa el callejón como drenaje y que el vecino saque la leche, el grano o el novillo como pueda y si puede. Pero el trote del futuro cambió de rumbo y buscó la colina. Nunca escapa el cimarrón si dispara por la loma, hace decir Hernández a Fierro, y es ley.
Hace menos de dos semanas, las palabras claves del podcast marcan a fuego las principales tapas de los diarios de esta pampa y aquellas grandes planicies. Enojo. Frustración. Puños al cielo. Sensación de que algunos siempre trabajan de trueno y es para otros la llovida, como Atahualpa hizo decir a Cafrune. Banderas de remates en las Dakotas que pronto se verán en Santa Fe, ejecuciones hipotecarias, quiebras de pooles de siembra, megafusiones entre cerealeras cada vez más parecidas a las Compañías de Indias sin contrapartes estatales, en connivencia con gobiernos extractivistas que dejan regiones enteras a merced de la sequía o la inundación, sin rutas, sin brújula. El futuro sucedió hace poco más de diez días.
Alerta spoiler: Mauricio abre el podcast con el dato de que la fortuna de los Weil, cerealeros de Rosario, financió la Escuela de Frankfurt de Adorno y Horkheimer allá por los cuarenta de la Gran Guerra Civil Europea. El excedente del arado y la espada al servicio de la utopía. Quien suscribe insiste durante toda la charla en la idea de soberanía: si no hay control político del territorio, sobre las condiciones de producción y logística, la exportación es una maniobra que encubre la venta del territorio, la tierra, en cuotas.
Cierro este texto mientras un decreto presidencial permite el ingreso de tropas estadounidenses al territorio nacional. Los dejás entrar y ya no sabrás si salen. Ponen huevos como las orugas de la soja y las langostas. Todo campo de labranza fue alguna vez un campo de batalla y viceversa.
