Más allá de Areco. El pueblo bonaerense que empieza a instalarse como una nueva opción de escapada

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No estaba en el radar de los viajeros que eligen huir de la ciudad durante los fines de semana. Pero de a poco, a fuerza de buenas propuestas gastronómicas, Capitán Sarmiento empieza a instalarse como opción para ir un poco más allá de San Antonio de Areco, el destino clásico de escapadas bonaerenses.

Frentes antiguos en Capitán SarmientoRodrigo Ruiz Ciancia

A 145 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, por la RN 8, Capitán Sarmiento late con la cadencia de los pueblos que crecieron al compás del tren. Nació alrededor de su estación —inaugurada en 1882— y adoptó su nombre en homenaje a Domingo Fidel “Dominguito” Sarmiento, caído en Curupaytí, durante la guerra del Paraguay. Ese origen ferroviario todavía organiza la memoria local: hay fotos, relatos, objetos que siguen contando la misma historia con otras voces.

En el mapa de las escapadas, suele quedar eclipsado por destinos más ruidosos. Sin embargo, Sarmiento carga con símbolos propios —se lo reconoce como “cuna de la bandera bonaerense”— y, desde hace un tiempo, suma otra señal potente: una ola gastronómica que crece desde cocinas íntimas, panaderías recicladas, bodegones con acento de esquina y proyectos de kilómetro cero. Un pequeño ecosistema que convoca a vecinos y curiosos con una promesa simple: comer bien y sentirse parte.

Al visitante que viene desde San Antonio de Areco, el desvío es corto —unos 33 km— y vale el viaje. Lo que hoy aparece como “naciente” ya dejó de ser tímido: hay tradición, búsquedas personales, oficio y una comunidad que acompaña.

La municipalidad de Capitán Sarmiento

Marcelo “Chelo” Bertolini es, para muchos, el pionero que abrió camino en la gastronomía de Capitán Sarmiento. Con 49 años y casi tres décadas en la cocina, se formó en los años noventa en el Instituto Argentino de Gastronomía, cuando estudiar para ser chef todavía no estaba de moda. Entre sus maestros recuerda a Ariel Rodríguez Palacios y a Osvaldo Gross, referentes que marcaron su paso por el IAG. Pero la vocación le venía de mucho antes: de su madre repostera, de su abuela con quien hacía milanesas y ñoquis de chico, de esa curiosidad por estar siempre alrededor del fuego.

Marcelo «Chelo» Bertolini

Antes de regresar a su pueblo, trabajó en Buenos Aires, Rosario y hasta hizo temporadas en Punta del Este. En 2007 decidió apostar a Sarmiento: primero con un proyecto llamado 1884, que funcionó tres años, y luego con La Cuadra, inaugurada hace 16. El nombre rescata la memoria del lugar: la antigua panadería del pueblo, que transformó en restaurante. El salón está donde antes se amasaba pan; las paredes aún guardan esa historia, ahora con otra impronta.

La carta refleja su formación y sus pasiones: una cocina argentina con marcado acento italiano. Pastas caseras, risottos, pizzas napolitanas de fermentación lenta (24 horas) y, los viernes, parrilla encendida. Además, mantiene un menú estable con unas 20 opciones de principales, junto a entradas y postres que cambian según la temporada y el antojo creativo.

“Al principio costó —admite—; un pueblo chico te obliga a ir de a poco. Yo venía con platos más elaborados, y acá no estaban acostumbrados. Con el tiempo, la gente se aggiornó, empezó a pedir más, a preguntar, a querer saber”. Esa transformación, dice, acompaña un fenómeno más amplio: la gastronomía argentina cambió, el público se volvió más curioso y exigente, y eso obliga a los cocineros a perfeccionarse todo el tiempo.

Más allá de la cocina, Chelo se involucra con la comunidad. Da clases en los Centros de Formación Profesional del municipio y sueña con que Sarmiento consolide un sello gastronómico propio. “Hoy ya hay proyectos nuevos muy interesantes, y eso ayuda a que la gente venga a conocer el pueblo. Todo suma. La gastronomía puede ser un motor para Sarmiento, y quiero ser parte de eso”.

La Cuadra se sostiene firme, pese a contextos económicos complejos. Chelo lo disfruta desde otro lugar: todavía muy atento a la cocina y al servicio, pero también presente en el salón, compartiendo con clientes que ya son parte de su cotidianeidad. “Siempre pienso qué haría si no fuese cocinero, y la verdad es que no tengo respuesta. Por ahora sigo eligiendo esto que me gusta mucho”.

Carlos Más es médico pediatra, pero sobre todas las cosas, un apasionado de la cocina. Y esa pasión, latente al paralelo a la práctica de su profesión, fue el motor que lo llevó a cumplir su sueño: tener su propio restaurante. Fue un largo proceso, dice, donde pintó, hizo teatro y, sin darse cuenta, empezó a dibujar un lugar que convocara no sólo a comer, sino también a compartir desde lo simple.

Carlos Más, el pediatra que se animó a cumplir su sueño gastronómico.Maximiliano Amena

Así nació La Mancha Cocina de Fuegos, un restaurante que parece construido con memoria. El espacio combina maderas recicladas, chapas oxidadas que alguna vez cubrieron un galpón de pollos, y una mesa central que fue torno panadero durante 70 años. Nada está puesto al azar: cada objeto trae consigo una historia, y esa trama invisible sostiene el clima del salón.

Desde afuera, La Mancha parece un galpón viejo. Pero al cruzar la puerta, todo cambia: el piso cruje con décadas de uso, las vigas muestran cicatrices, las tolvas se transformaron en lámparas. “Quería un lugar de contrastes —explica Carlos—. Que desde afuera no pareciera lo que es, y que al entrar, la sorpresa te haga querer quedarte”. Lo logró.

Fotos en el restaurante La Mancha, en Capitán Sarmiento. EL dueño es Carlos Mas, un médico pediatra que construyo el restaurante con materiales de reciclado. FOTOS: MAXIMILIANO AMENAMAXIMILIANO AMENA

La cocina es abierta y visible desde cualquier rincón. El fuego es la herramienta principal: parrilla, horno y dos cocinas a leña que marcan el pulso. La carta combina tradición con giros inesperados: carnes de cocción lenta, pescados de río, verduras de estación. No busca extravagancias, sino honestidad. “No hace falta servir una empanada en un vaso para innovar”, dice con una sonrisa.

En el armado del menú contó con el asesoramiento de Emilio Sirera, y la impronta decisiva llegó con la apertura y el rodaje de la propuesta. El resultado es una cocina que emociona porque se cocina a la vista, se sirve sin apuro y se defiende en la sobremesa. “Al tercer café todos contamos algo; si hay un trago, más rápido todavía”, asegura.

Fotos en el restaurante La Mancha, en Capitán Sarmiento. EL dueño es Carlos Mas, un médico pediatra que construyo el restaurante con materiales de reciclado. FOTOS: MAXIMILIANO AMENAMAXIMILIANO AMENA

El proyecto atravesó noches de soledad y conflictos personales durante la obra, en plena pandemia. Hoy es un emprendimiento familiar donde también participa su pareja, Marilina. Para Carlos, tener el restaurante es como tener otro hijo: exige decisiones, tiempo y energía, pero devuelve entusiasmo. “Esto me bajó del vértigo de la medicina. Ahora puedo esperar a que las moras maduren para hacer una mermelada y ofrecérsela a los comensales”, reflexiona.

La Mancha es un espacio vivo, que crece con cada proveedor que confió, cada comensal que se animó a probar un plato distinto. “Todas las piezas de mi vida terminaron encajando acá. Es un lugar donde cada uno —mi pareja, mis hijos, los cocineros— aporta algo único”, dice.

Un clásico: ñoquis de papa caseros con salsa bolognesa.MAXIMILIANO AMENA

Carlos siente que está comenzando de nuevo. Habla con humildad, pero con la certeza de estar donde quiere estar: en un espacio que lo obliga a aprender, a descubrir, a soñar. “Esto está sostenido en el deseo, en las ganas, pero sobre todo en los sueños. Y la vida sin sueños es una vida vacía”.

Amanda nació de una intuición. Natalia Ferrara llevaba años perfeccionando sus tortas de diseño y sintió que era momento de probar algo distinto: abrir un espacio donde se pudiera merendar fuera del club, un hábito que hasta entonces parecía impensado en el pueblo. Eligió un local que le encantaba por sus dos árboles al frente, cuya sombra acompaña la luz de la mañana y la tarde. El día de la apertura no esperaba demasiado; sin embargo, el pueblo respondió y la rutina cambió.

Amanda es un café pionero en Capitán Sarmiento

Ocho años después, Amanda ya se remodeló y agrandó cuatro veces. Lo que empezó como un proyecto chiquito se volvió un punto de encuentro cotidiano, donde vecinos y visitantes se sientan a compartir algo dulce o salado. “Me gusta tomar riesgos, me aburro fácil, y creo que los clientes merecen que pensemos en su comodidad”, dice Natalia. Ese espíritu inquieto hizo que Amanda marcara un camino pionero en Sarmiento y que, de algún modo, animara a otros a emprender.

Hoy, la propuesta es 70 % pastelería —con vitrinas que cambian según la estación y siempre sorprenden con tortas y postres— y 30 % laminados, viennoiserie, panes y cafetería.

El secreto, asegura Natalia, no es secreto: trabajo obsesivo, capacidad de escucha y una convicción simple en las ideas bien ejecutadas. A eso se suma el apoyo de la familia, pieza clave para sostener el ritmo y seguir soñando.

El futuro también está en marcha. Natalia proyecta un nuevo paso: sumar un coequiper de tiempo completo, alguien que deje atrás el empleo tradicional para lanzarse de lleno al emprendimiento. Mientras tanto, sigue sosteniendo el ritual diario que hizo de Amanda un lugar querido y necesario en el pueblo.

Amanda es la propuesta de Natalia Ferrara

“Cuando miro atrás veo más de lo que soñé. Las dificultades nos hicieron más fuertes y todo lo demás fue aprendizaje. Amanda me dio una mesa llena de platos riquísimos —algunos amargos, otros que son un viaje de ida— y me gusta pensar que esa metáfora de cocina es también mi manera de vivir”, resume.

La idea de volver estuvo siempre, aun cuando la vida los llevaba lejos. Emilio Sirera y Romina se conocieron a fines de 2008 en Buenos Aires y, en 2010, emprendieron un camino que los llevó a trabajar en Los Cabos, luego en Washington D. C., más tarde en Suecia —donde pasaron por cocinas de estrella Michelin en Gotemburgo— y finalmente en Bután, como parte de la cadena Aman. Después regresaron a México, donde Emilio se consolidó como chef ejecutivo de El Huerto Farm to Table y Romi en la gestión de eventos y hospitalidad. Allí, entre experiencias de lujo y proyectos ligados a la cocina de la tierra, maduraron la certeza de que tarde o temprano se instalarían en la chacra de la familia Sirera en Sarmiento.

Emilio y RominaRodrigo Ruiz Ciancia

Mientras tanto, una certeza crecía en silencio: reactivar la granja familiar y abrir un restaurante en el campo. La pérdida del padre de Emilio aceleró decisiones. Empezaron antes de la pandemia y tardaron casi seis años entre planificación y obra. Conservaron la casa estilo chorizo, levantaron cocina y baños nuevos y rescataron lo que resistió tormentas y tiempo. El paisaje se volvió también hogar: hoy duermen donde su bisabuela recibía visitas y toman mate donde antes estaba la cocina de todos los días.

Puré de coliflorRodrigo Ruiz Ciancia
Los platos de Emilio están centrados en la producción de la huertaRodrigo Ruiz Ciancia

El corazón del proyecto es una huerta —trabajada por los chicos de Maclura Agroecología (@maclura_agroecologia)— que retoma saberes ancestrales: tomates atados a mano, frutales, hierbas, gallinero, una vaca lechera junto a su cría, la pulsión de los dulces de estación. De chico, dice Emilio, en la despensa había dulces de tomate amarillo, higo, quinoto, cayote, zapallo; y la manteca casera aún tibia, con el suero a la vista. Ese archivo afectivo es hoy el guion de la carta.

La vieja casa chorizo de la chacra fue reciclada para albergar el proyecto gastronómicoRodrigo Ruiz Ciancia

El formato es deliberado: abren una vez al mes. Así crían a la pequeña Oli, disfrutan la casa y cocinan lo que producen. Evitan la trampa de la consigna hueca: “huerta a la mesa” acá significa autonomía. Agua de bomba, espacio para cultivar, gallinas propias, leche cuando toca, estación como calendario. También es un modo de amortiguar lo que el afuera agita: volver a una escala que protege la experiencia y concentra el trabajo en lo esencial.

Emilio SireraRodrigo Ruiz Ciancia
Romi y la pequeña OliRodrigo Ruiz Ciancia

La cocina funciona como un juego serio: partir de lo que hay y buscar su mejor versión. Si el día trae tomates, pensar la textura, la acidez, el punto de dulzor; si hay brócoli, decidir si conviene humo leve, plancha o hervor breve; si sale una tanda de moras, esperar la madurez justa para una mermelada que llegue a la mesa en su momento. No hay espectáculo: hay tiempo y criterio.

El salón del proyecto del chef Emilio Sirera en Capitán SarmientoRodrigo Ruiz Ciancia

El resultado apunta a una emoción concreta: que un bocado active memoria. Emilio vuelve cada tanto a la escena de Ratatouille donde el crítico, con un plato simple, viaja a la infancia. Ese es el norte: que lo que crece a metros de la cocina termine en un plato que conmueve, alrededor de una mesa que también es casa.

La huerta que abastece el proyectoRodrigo Ruiz Ciancia

Volver, en su caso, no fue un gesto nostálgico. Fue diseñar una vida: recuperar un predio que casi se desarma, rearmar la quinta, parir una cocina mínima y precisa, y abrirla lo justo para que el público entre, entienda la escala y se lleve un recuerdo nuevo. Lo demás —la técnica pulida en hoteles de lujo, la disciplina de las estrellas Michelin, la logística aprendida en Bután y en México— queda al servicio de algo sencillo: cocinar bien, aquí, ahora, con lo que da la tierra y con la familia alrededor.

Entre las propuestas más recientes de Capitán Sarmiento, el Bodegón Sarmiento ocupa un lugar especial. Su dueño, Gastón Gómez, lo imaginó mirando una vieja esquina de 1905 frente al Banco Nación, en pleno centro del pueblo. El edificio pedía vida y, junto a su ex pareja Gabriela Rabellino, decidieron devolverle protagonismo con una idea clara: recrear la atmósfera de un bodegón porteño, pero con espíritu de pueblo, aire puro y hospitalidad cercana.

Concurrencia motoquera en Bodegón Sarmiento

El resultado es un salón lleno de antigüedades y detalles de época, donde se sirven platos abundantes y accesibles que recuerdan a la cocina de la abuela: pastas caseras con estofados largos, guisos sabrosos, carnes al horno. El menú incluye también opciones sin TACC (salvo el budín de pan) y veganas, lo que amplía la propuesta para todos los públicos.

La experiencia no se limita a la mesa. Cada jueves, el bodegón organiza una cena-show gratuito con músicos zonales de gran calidad, reafirmando la apuesta cultural. En verano, el patio trasero se habilita para comer al aire libre, junto a la parrilla a la vista. “Queremos que cada persona se sienta como en casa —dice Gastón—, que la comida despierte recuerdos y que el paso por el pueblo se transforme en una linda experiencia para llevarse de regreso”.

Platos clásicos y abundantes

El crecimiento fue rápido: grupos de motos que llegan los sábados, familias que se reúnen los domingos y visitantes de Capital, el Conurbano, Rosario, Pergamino, Areco o Arrecifes ya son parte de la rutina. Además, trabajan junto a agencias de turismo: desde el propio bodegón parten recorridos guiados por los puntos históricos de Sarmiento.

El proyecto se sostiene en algo más que comida abundante: es una manera de abrir el pueblo al turismo, de sumar un espacio donde conviven sabor, cultura y comunidad.

Una de las últimas aperturas de Capitán Sarmiento. Daimo es un desprendimiento de la tienda de alimentos, Alacena, un almacén que ya lleva cinco años y que nació al calor de la pandemia de la mano de la vestuarista de teatro, María Emilia Tambutti, y de la nutricionista, Julia Sills. Ambas se propusieron ofrecer productos saludables y orgánicos, difíciles de conseguir en el circuito tradicional, y crear un espacio cuidado hasta en los detalles estéticos. En poco tiempo, Alacena se volvió referencia: un lugar donde la gente se reconectaba con la cocina de todos los días.

El frente de DaimoRodrigo Ruiz Ciancia

El proyecto fue creciendo, atravesó pruebas y aprendizajes —propuestas que funcionaron mejor de lo esperado, otras que no— y, con el tiempo, llegó la evolución natural: abrir una cafetería propia. Así apareció Daimo, cuyo nombre funciona como homenaje a Daimo Bojanich, un personaje clave del automovilismo nacional, nacido en Sarmiento.

El espíritu de la tienda sigue ahí, pero en clave café, con base en la producción propia de piezas sin gluten, con productos de estación, laminados, panes, y una lectura contemporánea de los antojos dulces. El espacio está bellamente decorado, es luminoso y amable: una prolongación de Alacena, pero con la experiencia más completa de sentarse a disfrutar.

DaimoRodrigo Ruiz Ciancia

La fórmula se sostiene en una doble mirada: el saber profesional y nutricional de Julia (cuyo aporte sigue presente aunque ya no forme parte del día a día) y la curiosidad estética inagotable de María Emilia, quien sigue sosteniendo su carrera como vestuarista (de hecho, es la diseñadora del vestuario de La Revista del Cervantes). Esa simbiosis es la que organiza la propuesta y le da coherencia a cada detalle.

Piezas dulces sin gluten en DaimoRodrigo Ruiz Ciancia

Hoy, Alacena y Daimo son otro punto de encuentro en un pueblo que empieza a reconocerse en su propia gastronomía. Y para el visitante, Daimo funciona como el cierre perfecto de la ruta sarmientina: después del paseo y la mesa abundante, la pausa final es un café con identidad propia.

María Emilia Tambutti, creadora del espacio, junto a su pareja Franco SpinettaRodrigo Ruiz Ciancia

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