El inicio del año judicial ha estado marcado por un clima de tensión que ha eclipsado el verdadero propósito del acto solemne que se celebró en la sede del Tribunal Supremo: la reafirmación del papel de la Justicia como pilar esencial del Estado de derecho. Lejos de ello, diversos episodios de naturaleza política lo han empañado.
Las inoportunas declaraciones del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la entrevista televisada con la que el pasado lunes inauguró el curso político, afirmando justo en este contexto que «hay jueces que hacen política», han generado una ola de rechazo en el ámbito judicial -además del político-, dejando al descubierto, una vez más, las fisuras existente en la relación entre los poderes del Estado. Todas las asociaciones judiciales, tanto conservadoras como progresistas, coincidieron en discrepar, en distintos grados, la afirmación, y en el acto de apertura, la presidenta del CGPJ, Isabel Perelló, hizo patente su disgusto y calificó esas declaraciones de inoportunas. La magistrada afirmó que socavan la confianza en la Justicia y atentan contra la independencia del poder judicial, defendió la imparcialidad de la justicia y la idea de que los jueces ni obedecen órdenes ni alimentan controversias políticas e hizo un llamamiento al necesario respeto institucional y a la lealtad entre poderes del Estado.
Pero la tensión alrededor de la justicia no ha quedado ahí. La ausencia en el acto del líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, ha sido otro síntoma de la fractura institucional que vive España. Una ausencia justificada como un acto de protesta por la presencia del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, quien se encuentra imputado por revelación de secretos y que pese a ello sigue en el cargo, pero que roza la ruptura de las normas de respeto institucional a guardar en un acto que además está presidido por el Rey. Con todo, la situación del fiscal general ciertamente constituye una anomalía institucional sin precedentes en la historia democrática española porque compromete gravemente no solo la autoridad moral del fiscal general, sino también la percepción de imparcialidad del propio Ministerio Fiscal. No en vano que la máxima figura encargada de velar por la legalidad y promover la acción de la Justicia continúe en el cargo mientras es objeto de una investigación penal resulta problemático tanto desde el punto de vista ético como jurídico, porque genera un potencial conflicto de intereses que erosiona a una institución clave para el funcionamiento del Estado de derecho.
Estos episodios dejan al descubierto, una vez más, una deriva preocupante que hace tiempo que viene manifestándose: la creciente utilización del poder judicial como herramienta del juego político. Una dinámica que no solo debilita la separación de poderes, sino que deteriora gravemente la confianza ciudadana en la imparcialidad de las instituciones. La justicia no puede ni debe ser objeto de confrontación partidista ni campo de batalla entre mayoría y oposición. Su fortaleza reside precisamente en su capacidad para actuar con independencia, sin injerencias externas ni presiones interesadas, garantizando la aplicación equitativa de la ley. Por ello reivindicar hoy su papel es una necesidad democrática de primer orden, tanto como exigir responsabilidad y respeto institucional a Gobierno y a oposición.