Ninguno de los dos llega a la toxicidad de un Felipe González, respecto al PSOE, o de un José María Aznar, desde el Partido Popular. Pero sí puede decirse que tanto el Partido Socialdemócrata (SPD) de Olaf Scholz como el bloque conservador de Friedrich Merz tienen en Gerhard Schröder y en Angela Merkel dos huesos duros de roer. Ambos excancilleres les sacan los colores a sus respectivos partidos, ahora como jubilados políticos, pero presentes en la opinión pública.
En el caso de Schröder (1998-2005), porque la Alemania de hoy sigue pagando las consecuencias de su amistad de intereses con Vladímir Putin; en el de Merkel (2005-2021), porque su respuesta a la acogida de refugiados 2015 contrasta con las deportaciones que ahora practica Merz. Están en las antípodas uno respecto al otro: a Merkel se la sigue viendo como una líder que cometió errores políticos, como no haberle parado los pies a Putin, pero intachable en lo personal; Schröder abochorna al SPD en lo público y en lo privado.
De la excancillera resuena la frase de ‘Wir schaffen das’ -’Lo conseguiremos’- con la que trató de imprimir confianza en la capacidad de Alemania para acoger al millón de refugiados llegados al país en 2015 , cuando otros socios europeos cerraban las fronteras.
La crisis migratoria, diez años después
“La señora Merkel dijo eso en un contexto determinado. Diez años después, vemos que no lo hemos conseguido. Por eso debemos corregirlo”, respondió estos días Merz, requerido a hacer balance del hito marcado por la exlíder de la Unión Cristianodemócrata (CDU), el partido que ahora preside él. Alemania se convirtió así en símbolo de respuesta humanitaria a los solicitantes de asilo, por entonces llegados principalmente de Siria. Acabaron siendo más de dos millones entre este año y los tres siguientes. Con la invasión rusa de Ucrania se sumó otro millón y medio de refugiados ucranianos, que además quedaron exhimidos del proceso de solicitud de asilo.
La excanciller alemana Angela Merkel / RBA
Merz llegó al poder el pasado mayo con la promesa de revertir una saturación que, a su juicio, lastra a Alemania. Practicaría las devoluciones en caliente a la inmigración irregular, aseguró, y aceleraría las deportaciones de quienes deberían haber sido expulsados, sea porque fueron rechazados y sin perspectivas de ver revocada esa decisión, sea porque incurrieron en delitos graves o porque se radicalizaron. Era una especie de guiño hacia el electorado conquistado por la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD), el partido que emergió gracias al voto de protesta de 2015. Nada es tan fácil de implementar como sostuvo cuando era candidato. Pero por lo pronto, Alemania sí ha reimplantado los controles fronterizos. Y se han reanudado las deportaciones de afganos y sirios con delitos graves, por decisión de su coalición entre conservadores y socialdemócratas.
No todos los expulsados son criminales o individuos radicalizados. Con estupor se ha recibido la noticia de la deportación a Irak de una familia yazidí, con cuatro hijos menores, que se consideraba un modelo de buena integración. Habían presentado recurso contra su deportación y un tribunal falló a su favor. Pero la decisión judicial llegó tarde, cuando ya estaban en el avión. No es un caso aislado. La televisión pública alemana ARD informaba estos días de situaciones similares en varios puntos del país.
Entre Merkel y Merz hay abismos. La excanciller representó el centrismo y arrinconó desde el poder a su eterno rival derechista. Tras su retirada, a Merkel no se la ha visto en ningún acto del partido que dirigió durante 18 años. En los últimos tiempos han limado un poco sus asperezas y hasta se sentaron en palcos vecinos en el festival Richard Wagner de Bayreuth. Pero sigue recordándose la tempestad desatada por Merkel cuando criticó a Merz, por entonces en plena campaña electoral, por poner en peligro el cordón sanitario al impulsar un endurecimiento del asilo con el apoyo de la ultraderecha.
La cruz socialdemócrata
“Voy a ser un excanciller al que el Partido Socialdemócrata se alegre de ver”, aseguró Olaf Scholz en último congreso de su formación. Scholz se despedía así de los suyos, tras su derrota electoral frente a Merz. Su frase era una alusión a Schröder, el excanciller al que su familia política no quiere ni ver por negarse a romper con Putin.
El excanciller Schröder, multado en Corea del Sur por destrozar un matrimonio / .
Ambos políticos, el alemán y el ruso, fueron amigos en lo político y lo personal, lo que no es tan raro en el cambiante orden mundial. Lo que escuece a la socialdemocracia es que siga sosteniendo que su apuesta por el gas barato ruso fue una decisión acertada.
De la amistad de intereses entre Putin y Schröder surgió el gasoducto Nord-Stream, puntal de la dependencia energética germana respecto a Rusia. Tras perder las elecciones de 2005, el excanciller pasó a ocupar puestos de mando en empresas controladas por el Kremlin, en un caso de puertas giratorias que avergonzó a su partido.
El gasoducto quedó inutilizado por sabotajes de autoría nunca aclarada en septiembre de 2022. Unos meses antes, 17 agrupaciones locales del SPD habían impulsado una demanda de expulsión de Schröder por ‘dañar al partido’, ya que se negaba a romper con Putin pese a la guerra de agresión lanzada sobre Ucrania. La demanda no prosperó y Schröder sigue siendo una piedra en el zapato para el partido. Ha entrado en lo penoso al presentar un recurso tras otro contra la decisión del Parlamento retirarle la oficina que mantiene como excanciller.
También ha recurrido por motivos de salud contra citaciones para declarar ante la comisión investigadora por la construcción del segundo gasoducto del Nord Stream. Schröder, de 81 años, alegó ‘burnout’. Según ‘Der Spiegel’, ahora estaría dispuesto a declarar bajo ciertas condiciones. Para el SPD, cualquier intervención pública de su excanciller es motivo de inquietud.
Suscríbete para seguir leyendo